Dos compositores pioneros del siglo XIX formaron la base de la vida musical en México, pero su obra sigue siendo poco difundida.
Pilares del México musical
En el México del siglo XIX surgieron dos figuras clave para entender cómo la música formal se autóctonamente generó en nuestro país una identidad propia. Por un lado se encuentra José Mariano Elízaga (1786-1842) y por el otro Cenobio Paniagua Vázquez (1821-1882). Ambos componen una suerte de doble cimiento en la arquitectura musical nacional: Elízaga como precursor institucional, pedagógico y compositivo, y Paniagua como maestro, editor y promotor de una tradición lírica operática. A pesar de la relevancia de sus aportes, gran parte de su obra ha permanecido al margen de la programación habitual.
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Mariano Elízaga: “padre” de la música nacional moderna

Nacido en Valladolid (hoy Morelia) en 1786, Mariano Elízaga fue un niño prodigio que pronto desplegó sus dotes como organista, pianista y maestro. Fue nombrado maestro de capilla del efímero Imperio de Agustín de Iturbide y organizó lo que se ha considerado el primer antecedente de conservatorio en América: la Academia Filarmónica en 1825.
Además, en 1823 publicó Elementos de Música, el primer libro didáctico de música impreso en México.
Y en 1826 instaló la primera imprenta de música profana en el país, lo cual abrió la puerta a la difusión de partituras más allá de lo estrictamente litúrgico.
En su producción se cuentan misas, Miserere, dúos religiosos, además de valses y variaciones para teclado.
Sin embargo, pese a tales logros, gran parte de su obra ha quedado archivada y poco escuchada, lo que ha dificultado que su nombre sea familiar para el público general.
Cenobio Paniagua: el artesano de la ópera mexicana

Cenobio Paniagua nació en Tlalpujahua, Michoacán, el 30 de octubre de 1821. Fue formado musicalmente bajo la tutela de su tío Eusebio Vázquez y por su propia iniciativa aprendió varios instrumentos y composición, pues las opciones formales eran limitadas.
En 1859 estrenó su ópera Catalina de Guisa, un hito en la historia operística mexicana, que se ha interpretado como un antecedente de lo que sería una genuina escuela de ópera nacional.
Fue también maestro de grandes músicos y fundó la Academia de Armonía y Composición, desde donde se consolidaron generaciones posteriores.
Fue también maestro de grandes músicos y fundó la Academia de Armonía y Composición, desde donde se consolidaron generaciones posteriores.
La faceta religiosa de Paniagua es igualmente notable: compuso más de setenta misas, un réquiem y otras piezas corales. Aunque su obra operística y académica fue crucial, su nombre circuló poco y su legado quedó en archivos hasta actos recientes de rescate.
¿Por qué siguen poco reconocidos?
Ambos compositores enfrentaron las dificultades típicas de su tiempo: crisis políticas, limitadas instituciones, escasa difusión mediática y, hasta muy recientemente, falta de ediciones modernas de sus obras.
Elízaga, por ejemplo, operaba en el México justo posterior a la Independencia, donde muchas estructuras culturales aún estaban en formación. Paniagua trabajó en un contexto de naciente nación, donde la ópera y la música académica requerían ser creadas casi ex novo.
La combinación de esas condiciones, junto con el hecho de que buena parte de sus partituras permanecían inéditas o inaccesibles, contribuyó al hecho de que su reconocimiento público haya sido tardío y parcial.
Su legado, hoy más relevante que nunca
El trabajo de Elízaga y Paniagua no es sólo histórico: sus logros como organizadores de instituciones, como maestros, como editores y como compositores plantean que la música mexicana del siglo XIX no fue simplemente eco de Europa, sino una generación autóctona con visión y capacidad propias. Reconocerlos hoy implica reivindicar una historia musical nacional que muchas veces ha sido invisibilizada.
La recuperación de sus partituras, la interpretación de sus obras en programas modernos y la investigación musicológica en curso abren un camino para que su música sea más escuchada y entendida. Así, estos dos autores merecen ocupar un lugar más central en las agendas culturales, no como curiosidades, sino como fundadores de tradición.
