Primero había que pasar bajo una enorme campana que pendía quién sabe de dónde, tan voluminosa que su sombra cubría desde el mercado de Sonora hasta el zócalo (en el D.F.: una distancia de tal vez 2 kilómetros), en compañía de otros desventurados que también avanzaban sin mirar a izquierda o derecha sudando frío, esperando que en cualquier momento la enorme mole de bronce empezara a sonar y el monstruoso tañido los desbaratara.
Después había que recorrer un estrecho sendero de piedra, tan angosto como un lápiz, con insondables abismos a ambos lados y tan largo que no se le veía final: unos trataban de caminar como equilibristas en el alambre, pero a los pocos pasos caían al abismo; y otros, los menos, optaban por sentarse en el filoso sendero de piedra, una pierna a cada lado, y deslizarse penosamente, aferrados a la roca con muslos y manos.
Esto último fue lo que hizo el cartonero capitalino Pedro Linares López, entonces de 23 años de edad y ya famoso en el rumbo de la Merced. Gracias a ello pudo llegar con vida al otro lado del precipicio, donde empezaba el llano de los alebrijes.
DESPERTAR EN TINIEBLAS
Linares no conocía a estas criaturas de formas satánicas y carne como de hule transparente, que brincaban bajo la niebla aposentada sobre el valle; pero aun antes de verlas las bautizó “alebrijes” porque así, “¡alebrijeeeee…!”, sonaba el grito que los extraños seres lanzaban a coro, como lobos mirando a la luna.
El cartonero de la Merced logró escabullirse por entre los tentáculos de los alebrijes gracias a las 2 muchachas vestidas de blanco que recorrían el paraje tomadas de la mano, como impulsadas por la brisa, sus pequeños pies desnudos acariciando apenas la capa de niebla acumulada sobre el terreno;
—Mira, algunos no se han muerto— dijo una de las niñas. Entre ambas levantaron al postrado Linares y le indicaron el camino a seguir.
Sin mirar atrás, el cartonero descendió a tropezones una pronunciada pendiente, entró a su casa, se tendió en la cama y cayó en un sueño tan profundo como catalepsia. El hombre no sabe cuánto tiempo permaneció así; un día se levantó, semiciego, tan débil que no podía hacer otra cosa que pasarse las horas sentado al sol, a la puerta de su casa. Parecía un anciano y su cuerpo olía a ceniza.
Si el cartonero se salvó en aquella ocasión y hasta recuperó la juventud (era el año de 1930) fue gracias a uno de esos fotógrafos que iban de casa en casa ofreciéndose para amplificar y colorear fotos de parientes fallecidos.
—Usted ya está muerto— anunció el fotógrafo, pero yo lo devolveré a la vida con una medicina que traeré mañana.
—No tengo con qué pagarle— argumentó Linares débilmente.
—No importa, ya me pagará. Eso sí: deje la puerta abierta porque vendré muy temprano.
El fotógrafo regresó al otro día, cuando todavía estaba tan oscuro que en la negrura de su cuarto el semiciego Linares no lograba ni entrever la figura del desconocido; pero sí reconocerle la voz:
—Primero le voy a embadurnar todo el cuerpo con esta pomada hecha con hierbas de Oaxaca, para que entre en calor —dijo el fotógrafo—; después le voy a dejar un kilo de este polvo, que usted tomará durante un mes y sólo 3 cucharadas por día, porque es peligroso.
NIÑEZ ENTRE DIABLOS
Linares dice que el desconocido jamás regresó por su paga pero que sus medicinas resultaron milagrosas, ya que al mes el enfermo había recuperado la vista, la fuerza y la juventud; y hasta se dio el gusto de desconcertar a los doctores con la repentina desaparición de una úlcera gástrica que le habían detectado años atrás pero que él nunca se había dejado operar.
Hijo de un zapatero del estado de México que en sus ratos de ocio fabricaba caballitos, máscaras y piñatas de cartón, Linares aprendió el oficio de cartonero en la infancia y tal vez el crecer rodeado de judas y diablos a medio hacer fue lo que lo preparó para las fabulosas experiencias que afirma haber vivido en 1930, cuando ya estaba a punto de casarse y fundar su propia familia, formada ahora por sus 3 hijos, una veintena de antiguos aprendices y decenas de nietos que hoy integran la principal dinastía de cartoneros de México y producen sobre todo una gran variedad de espeluznantes alebrijes.
Antes de su excursión sobrenatural, Linares era ya uno de los juderos más buscados de la Merced. En aquel tiempo cada Sábado de Gloria, los tenderos “tronaban” para sus clientes judas repletos de regalos, desde paquetitos de carnes frías hasta perfumes, golosinas, trozos de bistec, peines y peinetas, chicharrón y chocolates (sólo la droguería Bustillos, de la calles de Tacuba, le encargaba a Linares cada año 20 judas).
Ya casado y padre de familia Linares aumentó su fama cuando empezó a fabricar, como adorno para grandes fiestas, unas enormes esferas o estrellas de carrizo y cartón que a cierta hora estallaban y dejaban volar multitud de globos que a su vez derramaban kilos de confeti sobre la concurrencia. Pero lo que al cabo lo colocó en un plano único fue su serie de alebrijes —unos monstruos de cartón inspirados en las visiones que Linares asegura haber tenido durante su excursión al más allá— que hoy figuran en los principales museos de artesanías y colecciones particulares, y que según su tamaño u el horror que sean capaces de inspirar se cotizan entre 25,000 y 50,000 pesos cada uno.
OBRAS DE ARTE
Cada alebrije le toma a Linares 2 semanas de trabajo y consume una buena cantidad de papel, cartón y engrudo. De un periódico arrugado y hecho bolas, va formando la cabeza, después el cuello, que pude ser corto o tan largo y delgado que para sostenerse requiere de un alambre. En seguida plasma el cuerpo, de múltiples formas, como las que adquiría en segundos cada uno de los monstruos de su sueño.
Una vez formado el cuerpo del alebrije, Linares recorta cartón grueso para hacer las aletas, orejas, cuernos, uñas y dientes. Por último, utilizando pinturas de agua, Linares decora con delirantes colores el cuerpo, pintándole escamas, ojos, todos los detalles que hacen de sus alebrijes codiciadas obras de arte. El paso final es dar una capa de barniz para que el monstruito conserve sus colores.
Cuando lo entrevisté, Linares ya casi no trabajaba y sus alebrijes tendían a estandarizarse. —Es que pronto me iré a vivir con ellos —decía el anciano— y ya no quiero ofenderlos.